Thanzan y Ekido viajaban juntos por un camino al que las abundantes lluvias habían llenado de fango.
Al doblar un recodo se encontraron con un paso especialmente dificultoso. Era imposible seguir adelante sin llenarse de barro y una joven, vestida con un kimono de seda ceñido por un conturón de tela, lo contemplaba dubitativa, incapaz de decidirse a cruzar.
-Ven aquí, muchacha -le dijo enseguida Tanzan.
Y, levantándola en sus brazos, la cruzó resueltamente, depositándola en el suelo al otro lado del barrizal. La joven le dio amablemente las gracias y siguió su camino.
Aquella noche, Ekido no pronunció una sola palabra hasta que llegaron al templo donde les ofrecieron hospitalidad. Allí, ya no pudo contenerse más.
-¿Nosostros los monjes no debemos acercarnos a las mujeres! -dijo en tono de reproche a su compañero- Y especialmente si son jóvenes y hermosas. Es muy peligroso. ¿Por qué cogiste en tus brazos a esa muchacha?
-¡Vaya!- respondió Tanzán- Yo dejé a esa joven al otro lado del lodazal, pero veo que tú todavía la llevas a cuestas...
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